Al principio fue la luz… luego llegó la familia amarilla (bueno, me salté una que otra etapa pero no importan) la familia que me vio crecer, bueno… que yo vi mientras crecía, la familia que me educó y me mostró el camino para apreciar el esplendor de la pantalla chica: las teleseries.
Y es que la caja tonta, que en sus entrañas mexicanas teleabiertas estaba infestada de las virulentas telenovelas y programas ridículos, llegó a una madurez con las series de televisión que ahora sobrepasan los límites del entretenimiento para engacharnos con la fragmentación, bueno, la serialidad (para quienes se pongan exquisitos). La totalidad en ligeras entregas (de apenas 50 minutos las más largas) parecidas en estructura a sus ancestros, las caricaturas.
Porque sí, los contenidos que ofrece nuestro habitante de cada sala son en extremo variados pero las teleseries han invadido nuestra cotidianidad, nuestra intimidad; porque, aceptémoslo, asistimos contentos a grandes hospitales gringos varias veces a la semana (no así a ver a la abuela), porque nuestros queridos agentes del FBI son tantos como los perritos en situación de calle que buscan un amoroso hogar (no malinterpreten, soy fan de los agentes tanto como ustedes), porque los extraterrestres llegaron ya y ganas no nos faltan de bailar cha cha cha con ellos. Porque los amamos y son nuestros héroes, porque a sus enemigos los odiamos igual que a los manifestantes cerrando avenidas principales a la hora en que el sol nos rostiza vivos (y ni siquiera nos da vueltitas), porque lloramos y nos reímos con ellos (a veces también de ellos, esos que nos tiran de la risa, verdad Sheldon).
Son nuestros amigos, nuestros hermanos, son en lo que queremos convertirnos: salvadores de vidas por enfermedad o por balas, salvadores de la humanidad, salvadores del aburrimiento por ser uno mismo. Estamos tan ligados a las series que nos afecta saber que por problemas con los productores, creadores, directores, miembros del elenco o situaciones polémicas nuestros queridos personajes estarán muertos en capítulos próximos, afortunadamente ese tipo decisiones suelen dar giros interesantes a las historias; pero nuestra tremenda afinidad no se queda ahí pues nunca falta el provocador impulso de reimaginar la historia.
Previously on… la afectación de las series en los televidentes, los actores y la reimaginación las hacen entes vivos.
Nancy Mendoza
Carrión y su postulado de dotar de estatuto emocional a los seres de ficción solamente hace la adecuación de la propuesta de Lyotard de encontrar el estatuto del saber en "La condición posmoderna".
ResponderEliminarAl igual que con el cuento "El inmortal" de Borges, esta emocionalidad ficticia es baladí. Se fundamenta en un paradigma epistemológico que, en términos de Castoriadis, se alimenta de una autopoiesis tramposa.
Es un buen artilugio ficcional y metaficcional, sin embargo demasiado fuera de un estatuto filosófico realmente nihilista.
No todo lo explica el paradigma de la Posmodernidad.
Escrito desde: Mypain.com