miércoles, 24 de agosto de 2011

Vomitando todos somos iguales.


La frase que da título a esta columna sale de unas cuantas horas de desvelo al lado de Mantra de Rodrigo Fresán. A este último lo admiro pero aclaro que tomo prestada la frase con fines nada buenos y con intenciones claras de terrorismo literario.

Y dice más o menos así: todos los seres humanos nacen iguales en dignidad y derechos, y que lo leemos y que no lo creemos, o ríes o lloras. Pocas, casi inexistentes, son las situaciones en las que un individuo tiene las mismas oportunidades que otro, vivimos en una sociedad marcada por el status y por las escazas “palancas”, “paros”, “favorcitos” que se han vuelto el único motor de movilidad social en nuestro país. Naturalmente, la cama donde duerme Carlos Slim no tiene nada en común con el catre en el que duermen millones de mexicanos, la seguridad de la que se rodea Felipe Calderón suena a ficción para el norte de nuestro país, los tacos al pastor que se atasca Carstens no vienen del mismo perro (que hasta entre ellos hay razas) ¡No somos lo mismo! ¿o sí?

Como sociedad hemos adoptado un papel harto cómodo, harto pasivo, ante nuestra realidad. Nos dicen que somos limitados y aceptamos ese discurso sin ponerlo en duda. Nos gritan que somos menos y nos hacemos menos entre nosotros, estamos en la era del autosabotaje. A pesar de todo hay, siempre ha habido, una verdad divina que quisiera compartir: nuestro cuerpo, el tuyo, el mío, el de Slim (el de Carstens no porque me da asco) nos pone al mismo nivel. Sí, así es: vomitando todos somos iguales. Todos, sin excepciones, sentimos esas ganas, el espasmo involuntario, inmediato, imparable de expulsar aquello que nos hace daño. De hablar de estas igualdades, las gratas y las no tanto, se encargará esta columna y a veces lo haré yo.

Paulina del Collado

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